Ha pasado tiempo desde que escribí las
últimas líneas. Fueron apasionadas y mordaces, pero venidas de muy adentro de
mi psiquis. No había madurado la idea de
un nuevo artículo por estar embebido en los problemas mundanos que me
atormentan en el trasegar hostil de la vida. Pero al recibir la visita de una Sílfide
disfrazada de Musa, se renovó en mí la inspiración.
¿Qué lleva a los hombres (hablo de hombres
y mujeres) a preservar las más atesoradas herramientas
idiomáticas de la comunicación entre las personas? Me refiero a: “La palabra”, y a aquellos que despreciando el ajar
destrozante del mal-hablar de nuestros días, rechazan la pseudocomunicación de jeringonzas denostantes que
retuerce la fónica y el estructurado léscico de nuestro idioma, retrocediendo
en siglos su virtual grandeza, casi convirtiéndola
en un pobre y escueto dialecto primario e incipiente, lleno, por demás, de
limitaciones, vulgaridades y heces verbales. ¿Quién dijo que los idiomas, al ser
dinámicos, daban patente de Corso a los criminales de la prosa y la retórica para con ello, intentar
subyugar la belleza de un buen hablar y escribir?. De seguir así, estarán arrastrándolo hacia un cadalso
de sonidos y palabras nacidos de la ignorancia y la vulgaridad, y no podemos permitirlo.
Como en una cruzada quijotesca, blandiremos la Excalibur
de nuestra voluntad en preservar obstinadamente el “don de la buena palabra”, y
lucharemos, por entregar este legado a las
personas que encuentren en el buen trato de nuestro idioma, la semilla
inmarcesible del cariño por las letras, y
el respeto por el buen hablar, el buen decir; en la más hermosas de las lenguas romances, nuestro hermoso ¡ CASTELLANO!